Foto: Carlos Ernesto Escalona (tomada del blog Kilómetro cero)
El último recuerdo de un tren había sido el de mis amigos y yo, caminando en fila por un pasillo oscuro, cargando bultos, tropezando con la cabeza y el hombro de la gente que dormitaba en los asientos, esquivando sombras en los pasos de un vagón a otro, -“polizones”, pensé, como si yo fuera un personaje de un policíaco-.
Esta vez el tren desplegaba una hilera de luces encendidas y los pasajeros viajaban todos en sus asientos, sin sobresalto, embutidos en el monótono chirriar de las ruedas y los carriles de hierro.
Solo los uniformados –policías, ferromozas– se movían entre un vagón y otro olfateando como sabuesos, cuidando el orden.
En otras circunstancias hubiera aplaudido tanta limpieza, organización y control, siempre he sido del bando de los “legales”, de los que hacen bien las cosas, sacan sus pasajes, viajan en su puesto, no fuman, beben, o ensucian el vehículo. Pero esta vez, mi ticket no cubría el tramo completo. Desde Ciego de Ávila hasta Guayos (Sancti Spíritus), sería, para los inspectores y el resto de los pasajeros, una polizón.
Desde mi asiento, ubicado al revés, los sembrados, las casitas de madera, la continuidad de los cables de electricidad venían desde atrás y yo me entretenía en verlos alejarse, disfrutando la tranquilidad de tener aún un sitio seguro donde meterme.
Los que me aconsejaron que montara al tren sin tener todo el tramo cubierto, me contaron -y yo lo había visto- que los representantes, por norma recorren los vagones y cobran el doble del costo del pasaje a quienes encuentran sin asiento. El tren se llenaba entonces de la capa más humilde y menos prometedora de la sociedad: tipos mal vestidos, con la barba de una semana y el olor de la calle, del alcohol, del peligro; mujeres ojerosas, con paños en la cabeza, llena de bultos.
Sin embargo, por lo vacío que se veían los pasillos y el entre-coche no me pareció que la tolerancia fuera la política esta vez. Y yo percibía una sanidad, un orden que no había sentido otras veces, como una casa limpia y desahogada, sin zapatos viejos, pomos vacíos, cucarachas, rincones putrefactos.
Las voces de una disputa me despertaron de la modorra. Un policía discutía con alguien en el entre-coche. Me asomé al pasillo. El oficial interpelaba a una mujer de mediana estatura, de quizás unos 40 ó 50 años que miraba hacia abajo sin responder. Por los comentarios a mi alrededor deduje que le reclamaba por estar haciendo el viaje gratis, sin pasaje alguno.
No quisiera estar en su lugar, pensé, sintiendo un poco la desprotección que debía estar experimentando ella. El policía nos pasó por el costado y la mujer se quedó, quieta, muda, en el mismo lugar.
El tren había ido cambiando con el amanecer. Los vendedores se movían con más facilidad por los coches, si alguno veía a un uniformado, guardaba sus productos, daba media vuelta y escapaba corriendo. Vi otras caras que también deambulaban por el corredor. Noté –porque estaban fuera de sus puestos y medio intranquilos– que dos o tres de los que venían sentados perdieron sus asientos, o se les terminó el ticket, como me sucedería a mí. Mejor mirar el paisaje, estar fuera que dentro.
Ya habíamos pasado la Terminal de Camagüey cuando escuché de golpe, como si de repente le subieran el volumen a un radio: “!pero m´ija es que tú vienes parada ahí desde Santiago!”. El policía volvía a reclamar. Vacas, casitas, verde, verde, más vacas, más casitas, más verde, el paisaje era interminable. “No-no-no-no-no”, decía como una carretilla el policía. Ella replicaba bajito. Luego alguien dijo: “está llorando” y otro agregó: “sabrá Dios el problema que tiene”.
Aún faltaban algunos kilómetros para Ciego, sin embargo el llanto de esa mujer, a quien no podía ver de frente y escuchaba apenas, comenzó a darme escalofríos.
Me arrellané y me concentré en el paisaje, con la ilusión de que ningún avileño hubiese comprado el número de mi asiento. No sé en qué terminó la discusión, si es que terminó, pero al menos no escuché más nada.
En vano tuve la esperanza de conservar mi puesto. En cuanto llegamos a la estación, mi vagón se llenó de gente extraña que ocupaba nuestros lugares con toda la autoridad de sus papelitos acuñados. Salí con mis cosas, como una figura en reposo que sale del dibujo, y empecé a deambular entre los otros que también se quedaron de pie.
Los “sentados” nos miraban con recelo y me recordé a mí misma, un viaje atrás, molesta ante el tránsito zigzagueante por el pasillo, con el temor de que alguien se llevara mi equipaje y con el deseo de que el corredor se limpiara de gente con un solo plumazo, para tener un viaje tranquilo, “como debiera ser”.
Ahora era yo quien estaba parada en una esquina del vagón, con mi mochila, como un perro sin dueño. Una muchacha, parada también, me miró y cambió la vista. Puede parecer muy dramático, pero me recordó una de las escenas finales de Titanic: el barco está a punto de hundirse por completo, Rose y una chica han logrado llegar a la proa, y se miran, temblando, sin decir nada.
Los policías no estaban. Tampoco vi a la mujer. Unos inspectores se acercaron y empezamos a movernos para despistar, antes de llegar a nosotros se detuvieron y se sentaron.
Por suerte, el viaje hasta Guayos solo duraba media hora, no era gran cosa, aunque en los primeros minutos me pareció interminable. Caminé hasta el primer coche con la justificación de que quería estar más cerca de la puerta que queda sobre el andén cuando pararan en la estación, y allí terminé los últimos minutos del viaje, sin que las ferromozas, los policías u otros agentes del orden me molestaran.
Llegamos por fin, a Guayos, en realidad a una estación en medio de la nada, donde dos niños veían muñequitos en un televisor pegado a la pared. Me fui a tomar un camión para la ciudad, y ya rumbo al centro espirituano, volví a acordarme del conflicto de la mujer.
¿No tendría dinero ni para los veintipico del pasaje? ¿Tendría un pariente enfermo y no pudo conseguir ticket a tiempo? Pensé también en el policía, en que seguramente bajar a la mujer habría sido una medida ejemplarizante para los demás polizones, bajar a la mujer, o a cualquier otro, a mí, por ejemplo, tirar a uno por la borda, cumplir el reglamento.
Nadie podría culparlo por querer un mejor servicio: trenes limpiecitos, puntuales, organizados, sin gente que se monte sin pagar y ande por ahí incomodando a los otros… “me molesta haber tenido que ser uno de ellos”, iba pensando en el camión. Al final no supe qué pasó con la mujer ¿Qué habrá hecho el policía?, ¿Qué habría hecho yo en su lugar… dejar a la mujer, no solo a ella, sino a todos los demás? ¿Qué habrían hecho ustedes?