Archivo mensual: agosto 2018

Extranjia

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Era bastante familiar, el cinturón de seguridad, los plegables en la malla elástica. Lo raro era que aquellas mujeres practicaran otro idioma, hablaran rápido sin mirarte y sin saber si habías entendido o no. Había una pantalla en el sillón de enfrente, si la tocabas se encendía, aparecía información y podías lo mismo escuchar música, ver una película o seguir el recorrido del viaje, notar cómo el avioncito iba haciendo una parábola por todo el océano.

Antes de llegar aquí el protocolo fue prácticamente el mismo. Despachar las maletas, superar los controles de seguridad, no pomos de cristal, nada cortante, contundente, ningún líquido, etc… la misma historia. El extrañamiento se produjo, repito, cuando al subir las escaleras, una mujer vestida con uniforme carmelita y blanco me saludó en otro idioma y con una sonrisa demasiado amplia. Fue como si al pasar por su lado cruzara el umbral hacia otra realidad.

Todas vestían igual, la misma sobriedad, en los gestos, la mirada. Iban de un lado a otro del pasillo, como alineando a un ejército. En algún momento me pareció advertir que dejaban escapar un suspiro, una expresión de agotamiento y eso me hacía creer que aún estábamos en un mundo conocido, pero el gesto era fugaz, así como la sensación de familiaridad que producía.

Había un hombre, de unos 50, alto, con la cabeza desproporcionadamente grande, y la voz fañosa y un poco aniñada. Vestía con los mismos colores de las mujeres, y miraba a un punto inexistente todo el tiempo, parecía que, al reparar en uno, no viera a un ser humano, sino a una pantalla con ecuaciones, cifras, cuadrículas que le indicaban la presencia de un objeto en movimiento al que debía ofrecerle agua, refresco, jugos… Cuando pasaba preguntando qué queríamos tomar, yo decía lo primero que me venía a la cabeza: “orange juice” o “water”. Tenía la impresión de que el robot no estaba diseñado para respuestas ambiguas ni tardanzas, que, tal vez, si pedía algo demasiado raro o me tardaba mucho, la máquina podría bloquearse, descomponerse y quedar varada, ahí en medio del pasillo y sus compañeras no sabrían qué hacer.

Por ratos el entorno se vuelve familiar, el avión despegando –como siempre despegan los aviones– afuera hay nubes, es de noche. Tengo ganas de ir al baño. Pasillo despejado, no está el androide, no hay nadie. Abordo el camino con el mismo cuidado de quien cruzara una cuerda floja, pronto me doy cuenta de que no es necesario, el piso es firme bajo los pies. Mis sentidos se enderezan. El baño está casi escondido, tras una puerta que se pliega en dos cuando la empujas.

Pequeño, estrecho, como era de esperarse, pero no llega a ser incómodo. Termino, me lavo las manos y no encuentro donde descargar, no hay, no está, desisto y justo cuando estoy doblando la puerta en dos para irme, el sanitario parte en un ruido que me estremece, el remolino de agua desde el fondo de la taza parece que va a succionarlo todo a su alrededor, que me va a halar del brazo y me va a llevar por el hueco. Todo termina, y vuelve al silencio. Salgo riéndome, hasta que reparo en una de las uniformadas tomando café en una esquina. La rubia deja la taza tras de sí y parece que va a acercarse, no me doy tiempo a confirmarlo, le doy la espalda y me voy directo a mi asiento con la sensación de que alguien puede pisarme los talones.

Llega un momento, a la mitad del vuelo, cuando estás equidistante del punto de partida y el punto de llegada, en que algunas cosas pierden sentido, como por ejemplo, preguntar la hora, ¿qué hora es dónde, en el adónde vamos, o en el de dónde venimos? Qué hora es en medio del océano, cuando a la vez que ganas en kilómetros, le ganas minutos al sol, y el tiempo lo define el espacio, o el espacio y el tiempo son una misma cosa, y cuando mi reloj dice la 1 de la madrugada, afuera empieza a amanecer y en menos de nada hay un sol resplandeciente, hermosísimo.

Se acerca la hora del aterrizaje, no sabemos qué habrá del otro lado. Duermo un poco. Una voz, que ha estado dando indicaciones inentendibles, vuelve a hablarnos, algo somnolienta, como repasando aburrida un texto que a dicho infinidad de veces. Verdor, contornos, paisaje rotulado, casitas y edificios en miniatura que aún no revelan ninguna espectacularidad, se van haciendo grandes, comienzan a definirse los detalles, más grandes aún hasta que se posan a un costado, y uno termina metiéndose en lo que minutos antes parecía una maqueta.